sábado, noviembre 10, 2012

Zapatero

Esta segunda hermosa narración sobre el Gran Poder tampoco se sabe si calificar como historia o leyenda, aunque, si ésta es la relación de algo maravilloso, se deberá clasificar así, porque admirable si es.

Sucedió cuando la Hermandad del Gran Poder enviaba andando a los hermanos que iban a pedir la venia para preceder a la Macarena en la carrera oficial en cumplimiento de la Concordia.


Ya es sabido que todas las madrugadas de los Viernes Santos se hace así desde que, con la mediación del Cardenal Spínola, se ratificase el acuerdo entre ambas hermandades desafortunadamente roto en 1902 tras existir desde tiempo inmemorial.
En su virtud, al filo de la media noche, una diputación de nazarenos del Gran Poder tiene que personarse ante la Hermandad de la Macarena para solicitar pasar por la carrera oficial antes que ella y ésta siempre lo tiene que conceder.


Por aquel entonces los nazarenos iban y venían andando y que, en el grupo que fue aquel entonces, se hallaba un hermano que caminaba con dificultad.
Cuando ya habían llevado a cabo su misión y cubrían la ruta de regreso, el hermano de andar dificultoso se quedaba aún más rezagado y esto comenzó a inquietar al resto del grupo que temía retrasase en exceso para su incorporación a la Cofradía antes de que ésta iniciase su salida del templo.


Para colmo de males, empezó a llover débilmente, por lo que se hacía de todo punto aconsejable apretar el paso.
Guardaban la regla de silencio y no cambiaban palabra alguna con el rezagado. Pero, a fuerza de volver la cabeza y mirarle, comprendieron la causa del retraso: se le había roto la correa de una sandalia.
El asfalto mojado no aconsejaba en modo alguno prescindir de ellas y terminar el recorrido descalzo y los esfuerzos que el nazareno realizaba para corregir la anomalía no daban ningún resultado.


Los del grupo pudieron suponer que convenía detenerse y, como la lluvia arreciaba, se fueron protegiendo bajo los árboles hasta alcanzar unos portales de la Alameda de Hércules.
Era noche cerrada. La festividad del día, la hora avanzada y la inclemencia del tiempo habían vaciado de público esa zona que, ante la diputación de nazarenos del Gran Poder, se ofrecía apagada y solitaria.
Un hombre, de tan moreno casi negro, con manos grandes y algo huesudas, salió de las sombras y vino a resguardarse también de la débil cortina de agua acurrucándose al lado del hermano que se rezagaba.


Este escucho que le decía:
-Lleva una sandalia rota. ¿Quiere que se la arregle?
El nazareno asintió con la cabeza. Se descalzó y puso la sandalia en manos del recién llegado.
Este extrajo de uno de sus bolsillos una larga aguja de zapatero y un carrete de hilo y, haciendo gala de rapidez y destreza, se la reparó. Luego se agachó. Tomó el pie descalzo. Lo limpió con sus manos, lo introdujo en la sandalia y se la abrochó.

Como sombras que se proyectaban desde las paredes, los otros negros encapuchados asistían inmóviles a la escena.
Todo acontecía deprisa. Como si el hombre estuviese apremiado como ellos por la salida inminente de la cofradía.
Casi no se distinguían los rasgos de su rostro. El pelo, negro y crecido, se le alborotaba en ondulaciones incipientes. Las manos se movían con presteza.

Cuando se incorporó, tras haber engarzado las correas de la zapatilla, todos los componentes del grupo dejaron de prestarle atención desviando sus miradas hacía el poseedor del calzado que se acababa de reparar.
Este dió unos cuantos pasos y comprobó la calidad del trabajo.
Casi al unísono volvieron todos a mirar al hombre al que no sabían como agradecer su ayuda.
No lo hallaron. No estaba.

La Alameda seguía solitaria. Miraron por las calles adyacentes y también las encontraron vacías.
Y había dejado de llover."


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